La cola de fierro

Imagino a mi abuela María del Carmen y su penetrante mirada turquesa, frotando con el delantal de la cocina atado a la cintura, las manos heladas de mi papá a los 13 años, recién llegado de algún campo vecino después de ordeñar las vacas. El pequeño Antonio Ernesto García creció en un paisaje dibujado por montes, caminos rurales, sembradíos, aguadas, animales. Aprendió a escuchar al viento que le soplaba el canto de las gallinas ponedoras en el pajonal, el relincho de algún caballo nervioso a la distancia, y la advertencia de los ladridos nocturnos de los perros de la chacra.

 

Comenzaba la década del 60 y mi abuelo, como tantos otros inmigrantes españoles, italianos y japoneses, compró una parcela de tierra y se convirtió en uno de los colonos de la Laguna de los Padres, próxima a la ciudad de Mar del Plata. Empezaron de cero.

 

Ese espejismo de libertad campestre encarceló la infancia de un niño que tuvo que jugar a que trabajaba. Dominar el lazo para la yerra, alimentar a los chanchos, tirar la maleta durante la cosecha de papa o maíz, sujetar el arado a la yunta de caballos para preparar la tierra, forjaron el carácter del único hijo varón. De chiquito vistió de gaucho: boina, pañuelo al cuello, camisa, faja, bombacha de campo y alpargatas.

 

Así maduró, pisando a primera hora la blanca dureza de las heladas de invierno que entumen hasta el entrecejo, ese entrecejo fruncido que se le congeló para siempre y en el que concentraba sus sueños de una vida menos pobre, mientras buscaba calor apoyando la frente sobre el cuerpo de la vaca a la que ordeñaba antes de la salida del sol.

 

Inquieto anduvo de campo en campo, y en uno de ellos encontró su primera paga. El tambo a la intemperie se llamaba “El puente viejo”, nombre con el que se lo conocía por el puente de madera que cruzaba un arroyo al costado del camino rural que conectaba a las estancias y chacras con la ruta de acceso a la ciudad.

 

Recuerda que el tambo era un corral lleno de barro con un poste en el centro donde colgaban el sol de noche para iluminarse durante el ordeñe. El trabajo comenzaba el día anterior cuando a las cinco de la tarde se encerraba a los terneros en un corral más chico. A las dos y media de la madrugada se largaba un ternero por vaca para que se alimente, le bajase la leche a la ubre, y así comenzar a ordeñar.

 

Sentados sobre un banco de una sola pata atado a la cintura, los gauchos dejaban que el ternero succione de los cuatro pezones para que se ablanden con la saliva o baba del animal. Solo un rato, no más de un minuto, hasta que bajaba la leche. Entonces se ataba al ternero con una soga rodeando su cabeza a la mano de la vaca, y así la madre se quedaba tranquila observando a su hijo junto a ella.

 

Entre tres ordeñaban aproximadamente setenta vacas en menos de cinco horas. Cada una daba unos quince litros de leche que iban del balde a los tambores, que posteriormente se cargaban en un carro de cuatro ruedas tirado por dos caballos, y se llevaban a través de unos seis kilómetros hasta la ruta, a la espera del lechero que compraba la producción…

 

Y en esa espera aparecían los carreros, peones y tamberos de la zona que conversaban sobre lo que sabían hacer… entre un “cómo anda?”, “cómo van las vacas?”, “están dando leche?”… un gaucho pícaro le preguntó a mi papá:

 

– “Usted, sabe cuál es la vaca que más leche da?”.

 

Habrá abierto de lo lindo sus ojos verdes el pequeño Ernesto aguardando la enigmática respuesta. Y el viejo mañero sentenció:

 

– “La vaca que más leche da es la de la cola de fierro”.

 

Cola de fierro tienen las bombas de agua llamadas sapo. El hombre, casando por los abusos de los dueños de los lecherías que pagaban precios de miseria por cada litro, diluía sutilmente la leche, mientras bombeaba con la manija o cola de fierro a la vaca que más leche da. Vaca con la que nunca se hizo millonario, y con la que frente a las lecherías tuvo que seguir, tragándose el sapo.

 

Mariano Garcia
Mariano Garcia